Rocío Figueroa: Imágenes que desbordan en el lenguaje

Hay quienes se acercan a la escritura como una decisión tardía, y hay quienes, como Rocío Figueroa, la encuentran desde la infancia, casi sin darse cuenta. Tenía apenas cinco años cuando recibió su primer diario de vida, con candado y llavecita, como se estilaba en los años ochenta. Aquello no fue solo un regalo: fue una ventana íntima al lenguaje. Desde entonces, el registro escrito ha sido para ella un modo de mirar el mundo.

Rocío nació en La Serena, creció entre colegios y cuadernos, y más tarde eligió estudiar Licenciatura en Arte en la Universidad de Playa Ancha. Lo hizo contra todo pronóstico, y con una certeza que aún conserva: lo suyo estaba en la imagen, pero también en la palabra. En Valparaíso vivió años intensos, y fue allí donde se abrió otra ventana —la literaria— que la llevó a involucrarse en talleres, lecturas y escrituras desde el cruce entre lo visual y lo poético.

Uno de los momentos fundacionales fue conocer la obra de Juan Luis Martínez, en las clases del profesor y escritor Eduardo Correa. Luego vino Claudio Bertoni, con su visita a la universidad, y una serie de lecturas que la conectaron con una poesía cargada de visualidad, fragmentos, y tensión entre forma y fondo. No fue casual entonces que comenzara a participar del taller de poesía de La Sebastiana, dirigido por Sergio Muñoz, y a vincularse con otros autores y autoras del puerto.

“Soy muy observadora”, dice Rocío, “callada, retraída. Paso por la vida registrando cosas”. Esa práctica se ha mantenido constante: anotar lo que ve, describir escenas mínimas, recolectar palabras como si fueran fotografías. Así nació Metro cuadrado, su primer libro, una suerte de crónica poética de los años en Valparaíso: trayectos en micro, cerros, cuerpos, rutinas. Más que narrar, Rocío captura: fija con palabras lo que de otro modo se escapa.

Ya instalada en el Valle del Aconcagua, su proceso creativo ha mutado. En un clima más frío, introspectivo, ha encontrado el espacio para su proyecto más reciente: Topografías, un ejercicio literario que cruza registros íntimos con una exploración conceptual del lenguaje científico. Inspirada en un viejo diccionario de matemáticas hallado en una feria de la Plaza Sotomayor, comenzó a jugar con definiciones, distorsiones y conceptos para pensar una geografía emocional. “Me cuesta escribir directamente de lo emocional”, comenta, “pero el lenguaje es una herramienta. La técnica ayuda a encauzar esa emocionalidad que se desborda”.

La tensión entre el mar y el valle, entre la caótica belleza de Valparaíso y la calma de Los Andes, marca su tránsito vital. Profesora de artes visuales, con pocas horas laborales que le permiten disfrutar su práctica pedagógica, Rocío ha encontrado en la docencia un nuevo reencantamiento. Trabaja en los Maristas de Los Andes, donde ha podido profundizar en lo que realmente le gusta: enseñar con calma, mirar con atención, crear sin prisa.

A través del trabajo editorial junto a Xilema Ediciones, ha aprendido también sobre diseño, diagramación y edición literaria. Esa otra cara de la literatura —el libro como objeto— ha sido para ella un territorio de aprendizaje: “es de lo que más rescataría de mi etapa en el Valle”, dice. Porque su arte no se limita a la escritura: es también lo visual, lo material, lo cotidiano.

Hoy, Rocío se proyecta entre la práctica artística y la pedagógica, escribiendo desde lo que observa y también desde lo que calla. Su obra, marcada por imágenes, topografías internas y paisajes mínimos, construye una poética propia, silenciosa, pero profundamente elocuente. Porque, como en sus diarios de infancia, en su escritura sigue abriéndose una ventana. Y esta vez, la llave ya no es necesaria.


Artículo realizado por equipo Valle Abstracto.


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