Cristían Moisés: lo ingenuo, lo incierto y lo compartido como formas de arte
Hay una anécdota que Cristián Moisés no olvida. Estaba en segundo medio, en clases de Artes Visuales. La profesora pidió como tarea identificar los colores de una pintura de Munch. Se dedicó a observar detenidamente, a escribir lo que veía. Pero cuando entregó su trabajo, la profesora se molestó. Le dijo que había anotado colores que no existían en la pintura. “Pensó que estaba agarrando para el webeo”, recuerda. “Pero no era eso. tenía un tema con el daltonismo”
Esa escena, aparentemente menor, encierra una clave sobre su forma de entender el arte: una aproximación sin pretensiones, alejada del canon, de las formas estandarizadas de observar y crear. Aunque conoce las técnicas y estructuras, siempre termina desplazándose hacia lo que necesita inventar. Desde niño —dice— ya dibujaba en las paredes, sobre la mesa, en los cuadernos. No había método, no había teoría, pero sí un propósito artrítico.
La escritura le llegó por las mismas grietas. No como proyecto, sino como desborde. Empezó a escribir sobre lo que lo habitaba: frustraciones, vínculos, silencios. Una vez, en Puerto Montt, en casa de un amigo, encontró un libro de Pablo de Rokha. Lo abrió mientras los demás conversaban. La atmósfera de los años 20, la voz rota, los versos que parecían arrastrar imágenes metálicas, lo desbordaron. “Fue como una bofetada”, dice. Hasta ese momento solo conocía a los clásicos del colegio: Neruda, Mistral. Reconocía su importancia, pero no sentía conexión. Con Rokha, en cambio, sintió algo irreparable. “Era como si alguien me hablara desde donde yo no sabía que estaba”.
Desde entonces, la escritura se volvió compañía, aunque nunca completamente asumida. "Todavía siento que estoy llegando al arte”, afirma. “Y eso es bueno. Cuando me conformo, me estanco. No quiero sentir que ya llegué”. Es una búsqueda que no se clausura, y que él define con una palabra clara: ingenuidad. Su escritura, dice, es ingenua. Y no lo dice como una falta, sino como un gesto deliberado: escribir sin pretensiones, sin buscar reconocimiento ni complejidades simbólicas. “Escribo desde la conversación. Desde el compartir. Escribir es para mí como pasar un rato con alguien. Lo que quiero es que alguien escuche, y si le hace sentido, eso basta”.
Durante años mantuvo sus textos ocultos. Algunos —los que hoy integran su libro Huellas de humanidad— empezaron a tomar forma cuando aún estaba en la universidad, hace más de 15 años. Pero recién ahora se han vuelto públicos. Participa de tertulias, de encuentros, de espacios donde puede leer y escuchar. Su idea de arte está lejos del exhibicionismo: “No me interesa mostrar por mostrar. Me interesa compartir la experiencia, recibir retroalimentación. Porque así se construye comunidad”.
Para él, el arte es una red. Un entretejido de afectos, vivencias, lecturas. Menciona su gusto por Violeta Parra, Shakira, Luis Alberto Spinetta, que lo han marcado por razones distintas pero profundas. También reconoce la influencia, a veces involuntaria, de la imaginería cristiana. “La poética litúrgica está en mí, aunque no me guste. Me genera culpa, inhibición. Pero es parte de mi ADN simbólico”. No es evasión ni contradicción. Es consciencia.
Su vínculo con el Valle del Aconcagua es afectivo y político. Nació en San Felipe, vivió su infancia entre bicicletas, veranos largos, viajes a Los Andes y Putaendo. Recuerda el calor extremo, el té caliente en invierno, la nieve en Jahuel. Pero también recuerda las pérdidas: sus abuelos maternos, fallecidos en 2021 por Covid, y el cierre de la casa familiar. Desde entonces, dice, su relación con la zona cambió. “Ya no vengo solo a recordar. Vengo para existir”.
San Felipe sigue siendo para él un lugar entrañable, aunque distinto. La ciudad ha mutado: hay supermercados donde antes había casas, nuevos proyectos inmobiliarios donde antes estaba el regimiento. Aun así, la plaza, la feria, la alameda siguen ahí. “Mi conexión con el valle es a través de la alameda. La sombra del presente que me recuerda lo que fui mientras crecía”.
Cristián sabe que el lugar que habita no siempre será el mismo. Vive hoy en la casa que fue de sus abuelos, pero no sabe si seguirá existiendo en el futuro. Aun así, quiere seguir volviendo. Con nuevas ideas. Con más preguntas. Porque también cree en el valle como un espacio que puede crecer culturalmente, aunque muchas veces no haya suficientes instancias de fomento ni visibilidad. “Quiero irme para volver”, dice. No como retorno nostálgico, sino como gesto político y creativo.
Actualmente, se interesa por temas patrimoniales: los petroglifos, el hábitat del gato andino, el Morro de Putaendo. Se interioriza en las tensiones entre conservación y minería, entre historia libertaria y despojo empresarial. No como académico, sino como habitante. “Hay una historia más allá de la gesta heroica. Hay un valle vivo, y quiero acercarme desde ahí”.
Cristián no se nombra poeta, ni pintor, ni músico. Prefiere la palabra artista. No por vanidad, sino porque le permite habitar la variabilidad de su propio recorrido. “No sé a dónde me va a llevar esto. Pero por ahora, lo disfruto”. Tiene claro que, tras cada ciclo creativo, necesita hacer pausas, vivir, acumular experiencias. “El arte es también una forma de expulsar lo vivido. Y para eso hay que vivir primero”. En ese equilibrio incierto entre replegarse y compartir, entre crear y detenerse, entre irse y volver, se encuentra su forma de habitar el arte. Ingenua, sencilla, sin promesas, pero profundamente honesta.
Contacto instagram: @besta_z
Nota elaborada por Equipo Valle Abstracto.
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